Aquelarre en Galicia

María Soliña, meiga de Cangas.

Indeterminables resultan las causas por las que, en la historia de Galicia, es la villa marinera de Cangas, en la península del Morrazo, el lugar donde más reiteradamente se dieron casos de brujería por los que se interesó el tribunal del Santo Oficio, cuyo largo brazo se extendía a todos los rincones, con ilimitada paciencia y minuciosidad absoluta en la detección, papeleo de instrucción e inquisiciones infinitas, hasta costigar a sus reos, fueran confesas o contumaces en la negación de su contubernio con el demonio.

Sin embargo, ningún caso ha permanecido en la memoria popular como el de María Soliña, que no es figura legendaria, sino histórica y documentada, según investigaciones de Bernardo Barreiro y citas de Xosé Ramón Mariño Ferro, el primero del siglo XIX y el segundo en tratado aparecido hace pocos años.
Cuando en San Sebastián, los días 21 a 25 de septiembre de 1.972 se celebró el primer Congreso Nacional de Brujología, insólito acontecimiento en estos pragmáticos tiempos que corren y al que fue invitado el inolvidable Alvaro Cunqueiro, la aportación gallega, servida por Carlos Alonso del Real, fue breve y tan generalizada, que no dio nombres, ni casos o circunstancias, limitándose a mencionar las fuentes de buena parte de la literatura de D. Ramón María del Valle Inclán, frente a intervenciones minuciosas de vascos, aragoneses, catalanes y extremeños.

Y es lástima, porque en los trabajos de Barreiro tenía fuente generosa en la que completar sus muchos saberes sobre supersticiones, ultramundos y sobrenaturalidades. El prestigioso catedrático que fue de la Universidad de Compostela nos recordó que entre nosotros, se combatía de antiguo la superstición, ya que S. Martín del Dumio escribió “Correcciones rusticorum” para contrarrestar su influencia en las gentes del país, que en la más baja Edad Media, eran grandes lectores de las Metamorfosis de Ovidio, lo que ya es suponer.

Y casi nada más hay en su breve comunicación, publicada en el volumen que reunió las ponencias del susodicho congreso donostiarra.

Fiémonos, pues, de las investigaciones de Bernardo Barreiro, cuya obra fue impresa por primera vez en La Coruña, en 1.885, y amén de numerosos casos de brujería, muy bien datados, glosa el libro de S. Cipriano, manual de ocultismo erótico-brujeril que el muy serio médico lucense, Jesús Rodríguez López, en su obra “Supersticiones de Galicia” aparecida un decenio más tarde, afirma que no existe.

Barreiro, que tuvo el honor de ser prolongado por el alto poeta Curros Enríquez, se recrea en la historia de María Soliña, mujer de larga y continuada desgracia, que vivió en Cangas entre los siglos XVI y XVII y, aunque se enfrentó al Santo Oficio, piadoso fue con ella el tribunal, en su justo medio.
Data el proceso de María Soliña del año de 1.621, cuando la supuesta brujería contaba setenta años y era anciana muy consumida. Toda su existencia transcurrió en Cangas, y gozó de buen pasar, familia y casa hasta que la desgracia se cebó en ella. Así, aunque se dijo de la pobre anciana que era bruja de toda la vida, es lo cierto que hasta el momento de caer en manos del Santo Oficio, quienes contra ella reiteradamente testificaron, la habían tenido por cristiana y mujer honrada, respetuosa con la fe y cumplidora de sus sacramentos.

María estaba casada con Pedro Barba, pescador, y tenía un hijo. Ambos con el hermano de María, llamado Antonio, andaban en la mar, tarea con la que se ganaba bien el sustento y hasta ahorraron cuartos que permitieron a la familia disponer de regular hacienda.

Así marchaban, cuando sobrevino a la villa una gran desgracia. Aconteció que el día 4 de diciembre de 1.617, según consta en documentos que guardan los archivos compostelanos, entró en la bahía viguesa una escuadra de once navíos de corsarios turcos, que fondearon próximos a las Islas Cíes, tanteando un desembarco de daño y rapiña. Cuatro días después lo efectuaron en S. Pedro de Domaio, al rayar el alba de aquel viernes fatal.

Las gentes marineras, a las órdenes de los capitanes Pedro Costas Franco y Pedro Bermúdez de Soto, y del alférez Domingo Pérez Hurtado, (así de precisos son los papeles del Antiguo Reino de Galicia) se prestaron a la defensa. Pero sus medios eran tan escasos, frente a la bien pertrechada y feroz chusma infiel, que tras breve combate no les quedó otra solución que la subida a los montes próximos, con el saldo de siete muertos sobre las ensangrentadas arenas de la playa, entre ellos el buen Pedro Barba, marido de María Soliña, y Antonio, hermano de la viuda.

La piratería quemó la parroquial de Domaio y navegó hasta situarse frente a Cangas, que bombardeó con su bien pertrechada artillería, durante toda la noche. A la mañana siguiente, más de un millar de turcos, desembarcaron en Rodeira. En poco tiempo se adueñaron de la villa, tras causar numerosas víctimas y apresar no poco, entre ellos a Pedro Martínez, hijo de María. Cangas puerto abierto, sin artillería de defensa, fue presa fácil para los turcos, que prendieron fuego a la colegiata, destrozaron imágenes de mucho mérito y mayor devoción, que milagrosamente no ardieron, por más que los infieles les arrimaban sus teas destructoras.

El memorial redactado a consecuencia de tan tremendo desastre dice que los piratas quemaron más de ciento cincuenta casas que eran las mejores y más ricas y principales de Cangas, entre ellas la de María Soliña, que quedó en el más completo desamparo e indigencia.

Ya debía ser la villa objeto de interés para el Santo Oficio, puesto que el mismo memorial cita entre las víctimas mortales de la piratería a Juan Refojos, familiar de la Inquisición.

Anciana y sin quien le ganara el sustento, María Soliña comenzó a recorrer los caminos del Morrazo, mendigando de puerta en puerta. Agotada y famélica, su aspecto debió llegar a ser lastimoso. Tanto, que para el pueblo cobró la apariencia de una bruja.

Se inició contra ella la instrucción de un proceso que había de durar cuatro años. Nada menos que doce personas testificaron, coincidentemente, que la anciana tenía gran fama de bruja, y que por tal había sido tenida siempre. Una de las declaraciones añade que sospechando que María hacía el mal de ojo a la esposa del testigo, se encontraba por las noches sin sosiego y falta de respiración, recriminó a la anciana amenazándola de muerte si no cesaba en sus hechizos, a lo que María contestó que a la noche siguiente iba a venirle el mal más agudo de la embrujada. Y que, en efecto, la supuesta víctima pasó horas en pie, arrimada a la escalera, tiesa como una estatua, y sin que pudiera pronunciar palabra. Y aun dijo ante los inquisidores, que proponiendo a María participar de sus malas artes, la anciana le confesó tener poderes extraordinarios que ejercitaba hacía más de tres años. Insistió e hombre en llevar a María Soliña a su casa, donde escondió a gentes que pudieran escuchar lo que la bruja dijera, y que María le dijo que habría de darse al demonio y después ella le conduciría de noche hasta una fuente donde se reunían todas las adoradoras de Satanás.

Los testigos ocultos, ante el Santo Oficio, confirmaron cuanto aseguraron haber oído, y otras muchas cosas referidas a las jerarquías demoniales.

María Soliña fue apresada, tras hallarse otras varias y su puestas pruebas contra ella. Sometida al tormento por el Santo Oficio, se declaró bruja desde hacía más de veinticinco años, y haber renegado de Dios; que había tenido tratos nefandos con el Diablo, su señor, y hecho muchos males entre sus vecinos.

En el sumario de su proceso, se le atribuyen tantos y tantos crímenes confesados ante la imposibilidad de resistir el dolor de la tortura a que fue sometida, que el relato se hará interminable, si bien la pobre mujer se desdijo de todo cuanto se le exigió, confirmación previo juramento. Medio enloquecida por los sufrimientos, apenas podía razonar, y sus desvaríos los achacaban sus tonsurados jueces al trato que con el maligno tenía.

Especial cuidado pusieron los secretarios del tribunal en anotar los detalles del trato carnal que la bruja había tenido con Satanás, tanto en su casa como los lugares de encuentro, secretos hasta que arreciando el daño de la tortura, lograron que los precisara.

Supusieron los jueces que en los aquelarres, las brujas se untaban con una pócima de hierbas majadas y betún y sebo de zorro, de manera que, aunque lloviera, ellas no se mojaban, ni oían ruido alguno ni nadie las encontraba por los caminos.

María repitió, obsesionada, su arrepentimiento de cuanto había confesado en el tormento, y pidió misericordia para sus extravío, porque bien claro estaba que ella no poseía nada, cuando es sabido que el Diablo es generoso en sus riquezas materiales para quienes como siervas se le entregan.

El tribunal, compadecido, votó para la encausada “incompletum tormentorum”. Obligada a abjurar de sus imaginarias convicciones, desde la vergüenza de la desnudez en la que se le había puesto, la condenaron a la confiscación de todos sus bienes, lo cual no fue posible, por no hallarse ninguno, y a llevar hábito penitencial tan sólo por medio año.

Poco tiempo anduvo María Soliña con el infamante sambenito, puesto que agotada por tormentos y penalidades tantas como había sufrido, falleció al poco.

Los papeles de remate de la historia de la bruja de Cangas se conservan en el Archivo de Simancas, donde es posible que lo estudiara, durante su estancia allí como funcionario, el ilustre D. Manuel Murguía, patriarca de las letras gallegas, mientras su esposa, la melancólica Rosalía de Castro, hilvanaba los versos del libro “Cantares Gallegos”, de tan extensa y bien ganada popularidad.

Aún se dice en Cangas: “Soliña y no de Dios”, invocando la supuesta bruja que cohabitó con el demonio. Murió en octubre de 1.621, tras soportar cuatro años de proceso y mutilaciones. Bernardo Barreiro, con actitud romántica, muy de su tiempo, juzga que el de María Soliña fue “un asesinato convenido”, si bien añade que el pueblo de Galicia se horroriza sólo con la simple mención de una sentencia de muerte, y que a partir de 1.820 el liberalismo ha dignificado al pueblo. Por si acaso, recuerda un dicho popular en el pasado: “Con el Rey y con la Inquisición, ¡chitón!”, lo que claramente sugiere que era mejor el silencio cuando se topaba con las más altas magistraturas de la nación.

Nadie sabe donde fue enterrado el maltrecho cuerpo de la anciana María Soliña. Probablemente, lejos del sagrado. Así pues, si vais a Cangas, deteneos un momento en cualquier camino rural desead su eterno descanso, que bien lo mereció tan dura y dramática existencia.

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